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con una vieja capa de seda sobre los hombros. Era más ancho y de facciones más duras
que el promedio de sus tropas, con la barba rojiza y la nariz casi romana. El guía
indígena, a su lado, bostezaba y quería disimularse tras él, pero el Noyon Toktai se
mantenía en su sitio, mirando a Everard con firmes ojos de carnívoro.
Saludos - exclamó cuando los recién llegados estuvieron al alcance de su voz -. ¿Qué
espíritu os trae?
Se expresaba en el dialecto lutuami, que más tarde habría de ser la lengua klamath,
pero con un acento atroz.
Everard repuso en perfectos ladridos mongólicos:
- Saludos a ti, Toktai, hijo de Batu. Si los tengri quieren, venimos en son de paz.
Aquel fue un golpe maestro. Everard vio a los mongoles buscar signos de buena suerte
o hacerlos contra el mal de ojo. Pero el hombre que montaba a la izquierda de Toktai fue
el primero en recobrar una adecuada compostura.
- ¡Ah! - exclamó -. ¡Conque los hombres del Oeste han llegado también a estas
comarcas! No lo sabíamos.
Everard lo miró. Era más alto que cualquier mongol, con piel casi blanca, facciones y
manos delicadas. Aunque su vestidura se parecía mucho a la de los demás, estaba
desarmado. Parecía más viejo que el noyon; quizá tuviera cincuenta años. Everard se
inclinó en la silla y replicó:
- Honorable Li Tai-Tsung, aflige a esta insignificante persona contradecir a tu
eminencia, pero nosotros pertenecemos al gran reino situado más al Sur.
- Hemos oído rumores de ello - replicó el estudiante, sin poder dominar por completo su
excitación -. Aun por este lejano Norte se han extendido relatos sobre una rica y
espléndida comarca. Ahora íbamos en su busca, para llevar a vuestro khan el saludo del
kan de khanes, Kublai, hijo de Tuli, que fue hijo de Gengis, y a cuyos pies se postra la
Tierra.
- Hemos sabido del khan de khanes, como sabemos del califa, del pope, del emperador
y de otros monarcas menores - repuso Everard. Tenía que abrirse camino con cuidado,
sin insultar abiertamente al que gobernaba el Catay, pero poniéndole sutilmente en su
sitio -. Poco, en cambio, se sabe de nosotros, pues nuestro dueño no busca el mundo
exterior ni alienta a quien lo busca. Permíteme que te presente a mi indigna persona. Me
llamo Everard y no soy, como mi aspecto podría sugerir, ruso ni occidental. Pertenezco a
los guardianes de la frontera.
Calló y les dejó imaginarse lo que aquello significaba.
- No venías con mucha escolta - saltó Toktai.
- Lo necesario. No se precisaba más.
- Y estás lejos de tu país.. .- subrayó Li.
- No más lejos, honorables señores, de lo que vosotros de las fronteras kuguises.
Toktai llevó la mano al puño de su espada. Su mirada era fría y cautelosa. Al fin, dijo:
- Ven. Sé bien venido como embajador. Acampemos y oigamos la palabra de tu rey.
3
El sol bajo, brillando sobre los picos occidentales, tornaba las cimas nevadas en
cumbres de plata mate. Las sombras se alargaban abajo, en el valle; la selva se
oscurecía, pero el prado, abierto, exhibía todo su brillo. La quietud circundante parecía
actuar como elemento de resonancia para los ruidos que existían; el torbellino de los
rápidos, el rumor del río, el choque de un hacha, los caballos paciendo la hierba. El humo
de leña se elevaba en el aire.
Los mongoles estaban evidentemente desconcertados por aquellos visitantes y aquella
detención. Conservaban su rostro impasible, pero sus ojos estaban fijos en Everard y
Sandoval, mientras murmuraban conjuros de sus varias religiones, principalmente
paganas, aunque había también rezos budistas, musulmanes o nestorianos. Ello no
afectó a la eficacia con que instalaron su campamento; pusieron vigilantes y se
prepararon a guisar la cena. Pero Everard los juzgó más tranquilos que de costumbre. Las
nociones que el educador hipnótico infundió en su cerebro pintaban a los mongoles como
gente comunicativa y cordial.
Se sentó, cruzando las piernas, en el suelo de una tienda. Sandoval, Toktai y Li
completaban el grupo. Estaban sobre alfombras y un brasero conservaba caliente la
tetera. Era la única tienda que se había montado, y probablemente la única disponible,
que habían llevado consigo para usarla en ceremonias como aquella. Toktai sirvió kumis
con sus propias manos y lo brindó a Everard, que eructó tan sonoramente como marcaba
la etiqueta, y lo hizo pasar a otras manos. Había bebido cosas peores que aquella leche
fermentada de yegua, pero le complacía que todos se inclinaran al té después del ritual.
El jefe mongol habló, pero sin usar el tono comedido que empleaba su amanuense. Había
una rudeza instintiva en él, porque, ¿qué forastero osaba aproximarse al khan de khanes
y no se arrastraba sobre el vientre? Pero sus palabras permanecían corteses.
- Ahora, que nuestros invitados declaren el asunto que les ha encomendado su rey y se
sirvan decir su nombre para que lo conozcamos.
- Su nombre no se puede pronunciar. De su reino sólo habéis oído debilísimos
rumores. Noyon: puedes juzgar de su poder por el hecho de que solo nos necesité a
nosotros dos para ir tan lejos y que nosotros solo necesitemos una montura para cada
uno.
Noyon Toktai replicó:
- Son hermosos animales los que montáis, aunque me pregunto cómo se comportarán
en la estepa. ¿Tardasteis mucho en llegar aquí?
- No más de un día, Noyon. Tenemos nuestros medios.
Everard buscó en su traje y sacó un par de pequeños paquetes envueltos, como para
regalo. Luego habló:
- Nuestro señor nos mandó que nos presentáramos a los jefes del Catay con estas
muestras de consideración.
Mientras desenvolvían los regalos, Sandoval se inclinó hacia Everard y le murmuré al
oído, en inglés:
- Observa sus expresiones, Manse. Nos arriesgamos un poco.
- ¿Por qué?
- Ese brillante celofán y nuestro obsequio impresionan a un bárbaro como Toktai. Pero
fíjate en Li. Su civilización ya escribía cuando los antepasados de Bonwit Teller se
estaban aún pintando de azul. Su opinión sobre nuestro gusto será decisiva.
Everard se encogió levemente de hombros.
- Bien; él entiende, ¿no?
Su coloquio había sido notado por los otros.
Toktai les dirigió una dura mirada, pero luego volvió a interesarse por el regalo que le
correspondía: una lámpara de bolsillo, cuyo funcionamiento hubo que enseñarle y que le
arrancó gritos de entusiasmo. Al principio le causé algo de pavor y hasta murmuré un
conjuro, pero luego recordé que a un mongol no le está permitido tener miedo sino del
trueno; se dominé y pronto se mostré tan encantado como un chiquillo. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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