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que se deshacía riendo. Entonces, cuando yo esto vi, comencé a decir entre
mí:
-¡Mirad qué fe, mirad qué conciencia! Yo, por la salud de mi huésped,
soy homicida y me acusan por matador; y él, no contento que aun siquiera
por consolarme no está cerca de mí, antes está riendo de mi suerte.
Capítulo II
Cómo estando Apuleyo aparejado para recibir sentencia, vino al teatro
una mujer vieja llorando, la cual, con grande instancia, acusa de nuevo a
Lucio, diciendo haber muerto a sus tres hijos; y cómo, alzando la sábana
con que estaban cubiertos los cuerpos, pareció ser odres llenos de viento,
lo cual movió a todos a gran risa y placer.
Estando en esto viene una mujer por medio del teatro, llorando con
muchas lágrimas, cubierta de luto y con un niño en los brazos; tras de ella
venía una vieja vestida de jerga y llorando como la otra, y ambas venían
sacudiendo unos ramos de oliva. Las cuales, puestas en torno del lecho
donde los muertos estaban cubiertos con una sábana, alzados grandes gritos
y voces, y llorando reciamente, decían:
-¡Oh señores! Por la misericordia que debéis a todos y también por el
bien común de vuestra humanidad, habed merced y piedad de estos
mancebos muertos sin ninguna razón, y también de nuestra viudez y
soledad; y por nuestra consolación dadnos venganza socorriendo con
justicia las desventuras de este niño huérfano antes de tiempo; sacrificad a
la paz y sosiego de la república con la sangre de este ladrón, según vuestras
leyes y derechos.
Después de esto, levantose uno de los jueces, el más antiguo, y comenzó
a hablar al pueblo en esta manera:
-Sobre este crimen y delito, que de veras se debe punir y vengar, el
mismo que lo cometió no lo puede negar; pero una sola causa y solicitud
nos resta: que sepamos quiénes fueron los compañeros de tan gran hazaña,
porque no es cosa verosímil que un hombre solo matase a tres tan valientes
mancebos. Por ende, me parece que la verdad se debe saber por cuestión de
tormento; porque quien le acompañaba huyó, y la cosa es venida a tal
estado, que por tortura manifieste y declare los que fueron con él a hacer
este crimen, porque de raíz se quite el miedo de facción tan cruel.
No tardó mucho que, a la manera de Grecia, luego trajeron allí un carro
de fuego y todos otros géneros de tormentos. Acrecentóseme con esto y
más que doblóseme la tristeza, porque al menos no me dejaban morir
entero, sino despedazarme con tormentos; pero aquella vieja, que con sus
plantos y lloros turbaba todo, dijo:
-Señores: antes que me pongáis en la horca a este ladrón, matador de
mis tristes hijos, permitidme que sean descubiertos sus cuerpos muertos,
que aquí están; porque contemplada y vista su edad y disposición, más
justamente os indignéis a vengar este delito.
A esto que la vieja dijo concedieron. Y luego uno de los jueces me
mandó que con mi mano descubriese los muertos que estaban en el lecho.
Yo, excusándome que no lo quería hacer, porque parecía que con la nueva
demostración instauraba y renovaba el delito pasado, los porteros me
compelieron que por fuerza y contra mi voluntad lo hubiese de hacer, y
tomáronme la mano poniéndola sobre los muertos, para su muerte y
destrucción; finalmente, que yo, constreñido de necesidad, obedecía a su
mandato, y aunque contra mi voluntad, arrebatada la sábana, descubrí los
cuerpos. ¡Oh buenos dioses! ¡Oh qué cosas vi! ¡Oh qué monstruo y cosa
nueva! ¡Qué repentina mudanza de mi fortuna! Como quiera que ya estaba
destinado y contado en poder de Proserpina, y entre la familia del infierno,
súbitamente, atónito y espantado de ver lo contrario que pensaba, estuve
fijos los ojos en tierra, que no puedo explicar con idóneas palabras la razón
de aquella nueva imagen que vi. Porque los cuerpos de aquellos tres
hombres muertos eran tres odres hinchados, con diversas cuchilladas. Y
recordándome de la cuestión de antenoche, estaban abiertos y heridos por
los lugares que yo había dado a los ladrones. Entonces de industria de
algunos detuvieron un poco la risa, y luego comenzó el pueblo a reír tanto,
que unos, con la gran alegría, daban voces; otros se ponían las manos en las
barrigas, que les dolían de risa, y todos, llenos de placer y alegría,
mirándome, hacia atrás se partieron del teatro. Yo luego que tomé aquella
sábana y vi los adres, me helé y torné como una piedra, ni más ni menos
que una de las otras estatuas o columnas que estaban en el teatro; y no torné
en mí hasta que mi huésped Milón llegó y me echó la mano para llevarme,
y renovadas otra vez las lágrimas y sollozando muchas veces, aunque no
quise, mansamente me llevó consigo; y por las callejas más solas y sin
gente, por unos rodeos, me llevó hasta su casa, consolándome con muchas
palabras, que aún el miedo y la tristeza no me había salido del cuerpo. Con
todo esto, nunca pudo amansar la indignación de mi injuria, que muy
arraigada estaba en mi corazón. En esto estando, he aquí que vienen luego
los senadores y jueces con sus maceros delante, y entrados en nuestra casa,
con estas palabras me comienzan a halagar:
-No ignoramos tu dignidad y el noble linaje de donde vienes, señor
Lucio, porque la nobleza de tu famosa e ínclita generación tiene
comprendida y abrazada toda esta provincia. Y esto porque tú ahora tan
reciamente te quejas no lo recibiste por hacerte injuria; por esto, aparta de
tu corazón toda tristeza y fatiga, porque estos juegos, que pública y
solemnemente celebramos en cada año al gratísimo dios de la risa, florecen
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