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Ludovico, creciendo en la muerte, llegado ya a la edad adolescente que tenía
el padre cuando lo engendró. De tanto en tanto suele escuchar los vagidos
del nonato, por lejos que esté. Y la voz de Simonetta que lo llama:
«¡Vuelve, vuelve! ¡Escapa del mar, amor!...»
Después de muchos años, el joven ligur sigue creciendo en la muerte
como Simonetta, como Ludovico. Vivo pero petrificado en un bloque
insensible. Oye a veces un murmullo de infinita tristeza hacia el cual se
vuelve el Almirante con ojos de ciego. El joven ligur murió más que ellos
aunque les sobreviviera. Ya se le ha momificado el alma en la porción de
amor y de pasión y de tragedia que toca, sólo una vez, a cada hombre, a
cada mujer... Y ya no más...  exclama en su Diario de memorias. Ya no
más fornicación, ni adulterio, ni alucinaciones con mocas, harto mocas, bajo
el toisón de Virgo, ni con mujeres hechas y derechas cuyo capricho es lo
único inquebrantable que hay en este mundo de caprichos.
La mujer ha muerto para mí. Acaso más honrado sería admitir que yo
he muerto para la mujer. Aunque nunca se sabe. Muere una mujer y se la ve
pasear tan campante. El hombre tras ella, siempre, como su sombra
oleaginosa. Yo no duermo ya con ninguna, pero conozco a hombres que se
acuestan con una mujer y despiertan con otra. Y nadie quiere tocar estos
temas de pecado por miedo a la Santa Inquisición desde que al pobre
Giordano Bruno le han quemado en Roma como hereje por haber hablado
de cosas que no entendía.
La historia de Simonetta está bellamente contada por un compatriota y
coetáneo del Almirante, el saonés Miguel de Cuneo. Encandilado, como
tantos otros, por el oro de las Indias y el sabor exótico de la aventura, de
Cuneo acompañó al Almirante en uno de sus viajes. Recordaron sin duda los
días de la juventud, cardador el uno, descendiente de antiguo linaje el otro.
Igualados ahora en la comunidad de riesgos y de intereses, el Almirante
relató a su antiguo amigo y ahora subordinado marinero su secreto romance
con la hija de los Annari Lualdi, a quien también Miguel de Cuneo llegara a
conocer de pequeña. Llegaron a la conclusión de que Simonetta era pariente
del saonés.
Acaso para comprar su discreción y su silencio, conocedor del natural
fogoso y expansivo de su amigo, el Almirante le regaló la isla de Adamei y
con ella a la bellísima hija del cacique del lugar. La llevó a rastras a su
cabaña. La muchacha indígena se resistía con toda la ferocidad de que era
capaz a los escarceos de D. Miguel. Ya tenía éste el torso bañado en sangre
por arañazos y mordiscos que la fierecilla indígena le propinaba sin
ahorrarle certeros puntapiés en los testículos.
Creyó éste en un primer momento que la frigidez de las mujeres indias
mentada por los españoles era la causa de su taimada resistencia. Tomó
entonces un látigo y la empezó a azotar hasta que se le durmieron los brazos
en medio de los aullidos de dolor y de humillación con los que se
desgañitaba la muchacha indígena. Finalmente ésta se sometió en apariencia
y se comportó, a partir de ese momento, como las más experimentadas
mujeres de las mancebías de Saona. Su entrega fue total cuando le reveló su
nombre secreto, Araguarí, el que le habían dado según las tradiciones taínas.
En un momento dado, Araguarí se arrodilló junto a los muslos de D.
Miguel y empezó a juguetear con su miembro. Creyó éste que el vicio del
felatio estaba difundido también entre esas criaturas salvajes como había
visto que ocurría con el de la sodomía entre los varones sometidos y vejados
por los caníbales. La dejó hacer a su placer. En pleno transporte de un
deleite jamás soñado en esas latitudes, sintió D. Miguel una feroz dentellada
que le tronchó el sexo de raíz. La princesa indígena huyó con el trozo del
mutilado genital. El ensangrentado miembro anduvo de mano en mano en
medio del griterío y el regocijo de las mujeres indias que recibieron en
triunfo a su princesa. El trofeo de Araguarí llegó después a manos de los
caníbales que cumplieron el rito ceremonial devorándolo colectivamente en
finísimas lonchas humeantes.
El propio Miguel de Cuneo refiere con lujo de detalles la anécdota en
su famosa relación, sin omitir, por supuesto, al final, la triste historia de
Simonetta, aunque sin aludir al Almirante. El secreto de éste estaba ahora
compensado por el de D. Miguel, asegurándose ambos mutua discreción y
reserva.
Parte XXII
AMADISES, PALMERINES Y ESPLANDIANES
Los ratos en que el ligur está ocioso, que son los más del año, ya en
posadas malolientes de puertos o en las largas rutas marítimas, se atraca día
y noche con la lectura de los libros de navegadores y exploradores, los
Amadises, Esplandianes, Palmerines y Doce Pares del Mar, sin olvidar a
Florismarte de Hircania, ni al joven marinero Tifis, el primero que hizo
navío y que guió a los argonautas hasta la Cólquide y los puso bajo las
barbas del propio Vellocino.
Éstos son para él los Caballeros Navegantes. Sin sus salidas al mundo
de la aventura, el mundo real no habría sido conocido y él no estaría
navegando por el Mar Tenebroso. Su preferido es Marco Polo, el de las
tierras de Asia, el gigante veneciano a quien el Gran Khan le obsequiara un
yelmo de oro por sus servicios. Podía cortar por la mitad de un solo golpe
con el filo de su espada al enemigo más corpulento. Podía escribir con la
punta pequeños poemas chinos en un pétalo de loto. Ha leído el ligur más de
cien veces su Libro de las cosas maravillosas, y se lo tiene aprendido de
memoria.
En resumidas cuentas, tanto se enfrascó en estas lecturas, pasando las
noches de claro en claro y los días de turbio en turbio trajinando esas miles
de páginas con los ojos y los dedos en la lengua, que no lograba saciar su
curiosidad y más y mas crecía su desatino. Así, del poco dormir y del
mucho leer se le secó el celebro con el que celebraba esas maravillas.
Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, sergas y
monsergas de encantamientos como de pendencias, batallas y desafíos,
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates en los que toda impo- [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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