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sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro.
Sí, quizá el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además
solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la
agradable togetherness. Cierto que ya es algo»... Amor, ceremonia
ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor
debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la
otredad, ¿y quién se poseía de veras? ¿Quién estaba de vuelta de sí mismo, de
la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia,
tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o
en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-
entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo
de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la
sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se
aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca)
entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no
poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de
maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término,
a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro.
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Parado en una esquina, harto del cariz enrarecido de su reflexión (y eso
que a cada momento, no sabía por qué, pensaba que el viejecito herido estaría
en una cama de hospital, los médicos y los estudiantes y las enfermeras lo
rodearían amablemente impersonales, le preguntarían nombre y edad y
profesión, le dirían que no era nada, lo aliviarían de inmediato con
inyecciones y vendajes), Oliveira se había puesto a mirar lo que ocurría en
torno y que como cualquier esquina de cualquier ciudad era la ilustración
perfecta de lo que estaba pensando y casi le evitaba el trabajo. En el café,
protegidos del frío (iba a ser cosa de entrar y beberse un vaso de vino), un
grupo de albañiles charlaba con el patrón del mostrador. Dos estudiantes
leían y escribían en una mesa, y Oliveira los veía alzar la vista y mirar
hacia el grupo de los albañiles, volver al libro o al cuaderno, mirar de
nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse, mirarse: eso era
todo. Por encima de la terraza cerrada del café, una señora del primer piso
parecía estar cosiendo o cortando un vestido junto a la ventana. Su alto
peinado se movía cadencioso. Oliveira imaginaba sus pensamientos, las
tijeras, los hijos que volverían de la escuela de un momento a otro, el
marido terminando la jornada en una oficina o en un banco. Los albañiles, los
estudiantes, la señora, y ahora un clochard desembocaba de una calle
transversal, con una botella de vino tiento saliéndole del bolsillo,
empujando un cochecito de niño lleno de periódicos viejos, latas, ropas
deshilachadas y mugrientas, una muñeca sin cabeza, un paquete de donde salía
una cola de pescado. Los albañiles, los estudiantes, la señora, el clochard,
y en la casilla como para condenados a la picota, LOTERIE NATIONALE, una
vieja de mechas irredentes brotando de una especie de papalina gris, las
manos metidas en mitones azules, TIRAGE MERCREDI, esperando sin esperar al
cliente, con un brasero de carbón a los pies, encajada en su ataúd vertical,
quieta, semihelada, ofreciendo la suerte y pensando vaya a saber qué,
pequeños grumos de ideas, repeticiones seniles, la maestra de la infancia que
le regalaba dulces, un marido muerto e el Somme, un hijo viajante de
comercio, por la noche la bohardilla sin agua corriente, la sopa para tres
días, el boeuf bourguignon que cuesta menos que un bife, TIRAGE
MERCREDI. Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora de
lotería, cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera
bajo un auto y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del
accidente, un vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y
coincidencias hasta que empezara a llover otra vez y los albañiles se
volvieran al mostrador, los estudiantes a su mesa, los X a los X, los Z a los
Z.
«Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo
infinito», se repitió Oliveira. «Che, pero me voy a empapar, hay que meterse
en alguna parte.» Vio los carteles de la Salle de Géographie y se refugió en
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