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colgados en las paredes me causaban menos sobresalto. Sus significados se fueron
apagando poco a poco y sumergiéndose de nuevo en el marco general. Y no es que se
hubieran disipado los recuerdos de tía Harriet y de Sophie; lo que pasaba era que ya no
violentaban tan espantosa y frecuentemente mi memoria.
Por otro lado, también me ayudó el tener que pensar en una gran cantidad de cosas
nuevas.
Como ya he dicho, nuestra escuela era muy simple. Aparte de un poco de aritmética
elemental y de muchos ejercicios de escritura, leíamos mayormente unos cuantos libros
sencillos y la Biblia y el Repentances, que de ninguna manera eran fáciles de entender.
No era por tanto mucha preparación. Y como sin duda estaba muy lejos de satisfacer a
los padres de Michael, éstos decidieron enviarle a la escuela que había en Kentak. Allí fue
donde comenzó a aprender muchísimas cosas que a nuestras viejas damas jamás se les
había pasado por la cabeza. También era natural que él deseara comunicárnoslas a
nosotros. Al principio sus ideas no estaban muy claras y teníamos dificultades con la
distancia por ser muy superior a la que estábamos acostumbrados. No obstante, después
de unas cuantas semanas de práctica empezamos a captar sus ideas con más exactitud y
mejor, y pudo transmitirnos a los demás casi todo lo que le enseñaban. Cuando ni
siquiera él comprendía algunas de las materias, entre todos las aclarábamos, y de esta
forma hasta podíamos ayudar a nuestro amigo un poco. Asimismo nos agradaba saber
que él estaba casi siempre de los primeros de la clase.
Además de que era una gran satisfacción el aprender y saber más, esos conocimientos
contribuían a mi tranquilidad sobre un montón de cuestiones desconcertantes, y empecé a
comprender mucho mejor varias de las cosas que me había dicho tío Axel. No obstante,
también nos procuraron una serie de complicaciones, de las que nunca volveríamos a
estar libres. En seguida se nos hizo difícil estar siempre pendientes de recordar cuánto se
suponía que nosotros sabíamos. Necesitábamos hacer un gran esfuerzo para, por
ejemplo, permanecer callados ante la manifestación de sencillos errores, escuchar
pacientemente argumentos estúpidos y basados en conceptos falsos, realizar una tarea
en la forma acostumbrada cuando uno conocía un modo mejor...
Desde luego que pasamos por momentos malos; por ejemplo, en casos como la
observación descuidada que provocaba la elevación de algunas cejas, o la nota de
impaciencia ante aquellos que había que respetar, o la sugerencia incauta. Con todo, los
resbalones fueron pocos, ya que entonces teníamos muy exacerbado el sentido de
peligro. Así, pues, con cautela, suerte y rápidos remedios nos las arreglamos para
escapar de la sospecha directa y vivir nuestras dos vidas distintas durante los seis años
siguientes, y ello sin que se agravaran los riesgos.
Y de ese modo llegamos al día en que descubrimos que en lugar de ocho, éramos ya
nueve.
Lo de mi hermana Petra fue muy divertido. Parecía tan normal. Nunca lo hubiéramos
sospechado, ninguno de nosotros. Era una niña feliz, graciosa, de bucles dorados. Aún la
veo como una cosita pulcramente vestida, sin parar ni un momento, siempre corriendo de
modo vertiginoso, abrazada a una horrorosa muñeca bizca a la que amaba con pasión
increíble. Ella misma era un juguete, propensa como cualquier otro niño a los porrazos,
las lágrimas, las risas, los momentos solemnes y la confianza inocentona. Yo la quería
muchísimo; todo el mundo, mi padre inclusive, conspirábamos contra ella para no caer en
la red de su hechizo, aunque naturalmente con una encantadora falta de éxito. En
consecuencia, jamás había pasado por mi mente un vagabundo pensamiento siquiera de
que era distinta; hasta que sucedió bruscamente aquello...
Estábamos segando. Allá por el duodécimo acre había seis hombres guadañando
escalonadamente. Yo había pasado mi guadaña a otro segador y me había puesto a
hacinar las mieses para descansar un poco cuando, sin aviso previo, recibí como un
golpe... Nunca antes había experimentado nada parecido. De estar haciendo gavillas sin
prisas y contento, pasé en segundos a un estado en el que parecía que algo, dentro de mi
cabeza, me hubiera herido físicamente. Estuve a punto de desmayarme. Luego sentí
dolor, como si tuviera clavado en mi mente un anzuelo unido a un sedal en movimiento.
Sin embargo, y a pesar de la sorpresa de los primeros instantes, no existía ninguna duda
respecto a si debía o no acudir; obedecí como deslumbrado. Tiré la gavilla que tenía en
las manos, me lancé a través del campo y dejé atrás una serie de rostros desconcertados.
Seguí corriendo sin saber por qué; sólo tenía en cuenta que era urgente; crucé el
duodécimo acre, tomé la senda, salté la cerca, bajé la cuesta de la Dehesa del Este en
dirección al río...
Mirando oblicuamente desde el declive, vi el campo de Angus Morton que bajaba hasta
la otra orilla del río y que estaba cruzado por una senda que conducía al puente; por ella,
corriendo como el viento, venía Rosalind.
Continué a la carrera, descendí hasta la orilla, pasé el puente y seguí aguas abajo,
hacia los remansos más profundos. Sin dudarlo un instante, me fui derecho al borde del
segundo remanso y me zambullí sin detenerme. Cuando salí a la superficie me
encontraba muy cerca de Petra. Ella, agarrada a un pequeño arbusto, estaba pegada a la
pared de la balsa sin poder hacer pie en ésta. El arbusto se movía arriba y abajo y sus
raíces estaban a punto de soltarse. En un par de brazadas me situé lo bastante cerca de
mi hermana como para sujetarla por debajo de los brazos.
El apremio menguó de repente y desapareció. Tiré de ella hacia un lugar de fácil salida.
Cuando encontré fondo y pude ponerme de pie vi que Rosalind, con cara de susto, me
contemplaba ansiosamente por encima de los arbustos.
- ¿Quién es? - me preguntó con palabras de verdad y voz temblorosa, al tiempo que se
pasaba la mano por la frente -. ¿Quién ha sido capaz de hacer eso?
Se lo dije.
- ¿Petra? - repitió con incredulidad.
Saqué a mi pequeña hermana a la orilla y la deposité en la hierba. Aunque estaba
exhausta y medio inconsciente, no parecía tener nada de gravedad.
Rosalind se acercó y se arrodilló en la hierba, al otro lado de Petra. Los dos
observamos el vestido empapado y los oscurecidos y mates rizos. Luego cruzamos
nuestra mirada.
- No lo sabía - la indiqué -. No tenía ni idea de que fuera una de nosotros.
Rosalind se llevó las manos a la cara y puso las yemas de sus dedos sobre sus sienes.
Movió levemente la cabeza y me miró con ojos inquietos al decir:
- No lo es. Aunque se parece, no es una de nosotros. Ninguno podemos mandar así.
Ella es mucho más que nosotros.
En aquel momento llegaron corriendo otras personas; unas me habían seguido a mí
desde el duodécimo acre y otras, procedentes de la orilla opuesta, venían haciéndose
cruces sobre lo que había hecho salir a Rosalind de la casa como si estuviera ardiendo.
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