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imbécil.
¿Qué hace usted ahí parada? le pregunté . ¿No se da cuenta de que
quiero entrar?
Sí, pero usted no debe entrar dijo acentuando más la risa.
¿Cómo se atreve usted a hablarme de este modo? dije indignada .
Apártese inmediatamente.
No solamente no me obedeció, sino que extendió sus brazos diciendo:
Es orden del amo.
Necesité de todo mi dominio para no discutir con ella. Recobrándome, le
volví la espalda y fui en busca de Sir Percival. Estaba en la biblioteca con
los condes de Fosco. Los tres estaban reunidos, y cuando entré, Sir
Percival, que tenía un papel en la mano, escuchaba estas palabras del
conde:
No, de ningún modo.
Me dirigí directamente a mi cuñado. Mirándole cara a cara y conteniendo
mi indignación, le pregunté:
Sir Percival, ¿he de entender que el cuarto de su esposa es un calabozo y
la criada un carcelero?
Si, precisamente eso es lo que usted ha de entender me dijo
groseramente , y cuide de que a usted no le pase lo mismo.
He de advertirle que tenga mucho cuidado con el modo con que trata a
su esposa dije violentamente indignada . Hay bastantes leyes en
Inglaterra que protejan a las mujeres contra los ultrajes y la crueldad. Si
toca usted un solo cabello de mi hermana, o interviene, en la forma que sea,
contra mi libertad, le juro desde este momento que apelaré a ellas.
En lugar de contestarme se volvió al conde y le pregunto:
¿Qué era lo que le hablaba? ¿Qué me decía usted ahora?
Lo que ya antes le dije: qué no.
Pese a la violencia de mi cólera, me daba cuenta de que los ojos penetrantes
y tranquilos del conde estaban fijos en mí. Dirigió una mirada a su esposa y
ésta, inmediatamente, se acercó a Sir Percival.
Le ruego que me perdone si distraigo por un momento su atención dijo
con su clara y delgada voz . Le agradezco infinitamente su hospitalidad,
pero no quiero continuar permaneciendo en un lugar donde se trata a las
señoras como usted trata a su esposa y a esta señorita.
Sir Percival dió un paso atrás y quedóse estupefacto.
Maravilloso exclamó el conde. Se reunió con su mujer y dijo :
Leonor, estoy a tus órdenes y a las de la señorita Halcombe, si es que se
digna aceptar mis servicios.
¡Por todos los diablos! ¿Qué es lo que usted piensa ahora?
Acostumbro a pensar lo que digo dijo el italiano secamente pero en
este momento pienso lo que ha dicho mi esposa.
Y comenzó a avanzar hacía la puerta. Sir Percival arrugó el papel que tenía
en las manos y se colocó entre la puerta y el conde, diciéndole brusca y
torvamente:
Haga lo que usted quiera, pero piense lo que hace y se marchó sin
pronunciar una sola palabra más.
¿Qué quiere decir? preguntó la condesa, al oír esta brusca salida.
Querida Leonor, esto quiero decir que tu arranque noble y espontáneo ha
hecho razonable a uno de los hombres de genio más endiablado de
Inglaterra. Por otra parte, quiere decir también, señorita Halcombe, que ha
terminado en este momento la indignidad que se cometía en esta casa con
su dueña, y que está usted libre del insulto que se le ha inferido. Le ruego
que acepte usted los homenajes de mi más sincera admiración y mi más
extraordinario respeto por su admirable y valerosa conducta.
Repuse a estos cumplidos con palabras de cortesía. Mis ojos miraban
involuntariamente a la puerta y mi corazón estaba impaciente por ver a
Laura. Salió el conde de la habitación, y me disponía yo a hacer lo mismo,
cuando se interpuso la condesa entre nosotros, para felicitarme a su vez y
celebrar no verse obligada a abandonar una compañía que era tan de su
gusto.
Entró de nuevo el conde y dijo:
Tengo el gusto de participarle, señorita Halcombe, que Lady Glyde ha
vuelto a ser la dueña de su casa. Me he apresurado a darle esta noticia,
porque conozco cuánto ha de serle agradable.
Se lo agradecí con una inclinación de cabeza, y salí apresuradamente a ver
a mi hermana. Laura estaba sentada en un extremo de la habitación y tenía
apoyados los codos en la mesa y cubierto el rostro con la mano. Al verme,
exclamó con alegría.
¿Cómo es que has venido? ¿Cómo has podido entrar? ¿Y mi marido?
En mi ansiedad por conocer lo que había ocurrido, le contesté preguntando.
Pero la curiosidad de mi hermana podía mas y tuve que responder:
La influencia del conde...
Laura me interrumpió con un ademán de repugnancia y dijo:
Te ruego que no me hables de él. Es el hombre más vil que conozco. No
le da vergüenza de servir de espía miserable.
Antes de que pudiéramos decir otra palabra, oyóse un discreto golpe en la
puerta. Seguidamente se abrió ésta, dando paso a la condesa, que llevaba en
la mano mi pañuelo.
Se le cayó a usted en la escalera, y pensando ir a mi cuarto he creído
oportuno traérselo.
Su rostro, naturalmente pálido, estaba lívido en aquel momento. Miró a
Laura con verdadero odio.
Estaba segura de que nos había oído. En su palidez y en la mirada que
dirigió a mi hermana lo comprendí en seguida. Sin esperar a que le
contestaran, volvió la, espalda y desapareció. Cerré la puerta y volví al lado
de mi hermana, diciendo:
Laura, ¡cómo nos tendremos las dos que arrepentir de tus palabras!
También tú las hubieras dicho si supieras lo que yo. Mi conversación con
Ana tuvo un testigo.
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